#JoséMiguelInsulza: La justicia y la democracia se fortalecen con prudencia y respeto

El ambiente que se ha creado en los últimos doce meses en este país es el más nocivo que recuerdo en mi vida política, con la obvia salvedad del período anterior al golpe militar de 1973. Es tiempo de reflexionar sobre cómo cambiar de rumbo.

José Miguel Insulza

Unas declaraciones mías a «La Segunda» han provocado críticas y comentarios, que no se diferencian demasiado de lo que ya se va haciendo habitual. Por algún motivo, ciertos «defensores» de la libertad de expresión se sienten en el deber de condenar (no solo criticar) expresiones que no coinciden con las suyas. Y, además, lo hacen de manera superficial, leyendo solo titulares. Por eso empiezo por resumir lo que dije.

Lo que afirmé y mantengo se resume en tres conceptos: 1) Pablo Longueira jugó un papel clave en momentos cruciales de la política chilena, en dos casos muy concretos en que actuó para defender la estabilidad del Estado democrático, por sobre los intereses de su partido y su sector político; algunos en la derecha hablaban de desalojo y otros pedían la renuncia del Presidente de la República; 2) no obstante, si es objeto de acusaciones, deberá responder por ellas, si así lo consideran los Tribunales de Justicia; y 3) los antecedentes disponibles son comunicaciones con el principal ejecutivo de una empresa acerca de proyectos de ley, una de las cuales se habría producido cuando Longueira no era funcionario público, por lo que no está claro cómo esto pudiera constituir una falta punible.

Nunca dije, como apuntó el rector Carlos Peña, que no había que juzgar a alguien. Sostuve que para condenarlo, hay que esperar conocer mejor sus declaraciones, en qué contexto se hicieron, y esperar la acción de la justicia. Nunca dije, tampoco, que no deben existir comentarios sobre su conducta en el terreno político, donde ese tipo de hechos provocan controversia. Pero estimé indispensable que, al emitirse esos juicios, se separe con claridad la falta política de la comisión de un delito.

He dicho que aquellos personeros de izquierda que pidieron dinero a SQM para sus campañas deberán responder por ello en su sede política. Pero eso no significa que se les trate como a delincuentes y se les insulte como se ha hecho. Calificativos como «sumisión y lealtad canina» para evaluar una conducta política no me parecen correctos ni dignos de la pluma que lo escribe. Esta inflamación retórica luego conduce a las turbas que insultan a los imputados, «presuntos inocentes», a la entrada de los tribunales, antes de que ninguna autoridad judicial se pronuncie sobre ellos.

Entre la legítima controversia y el linchamiento público hay una gran diferencia. Uso el término con extremo cuidado. Un linchamiento ocurre cuando antes de someter a juicio a una persona, un grupo indeterminado de sujetos la declara culpable y la ajusticia. Sin dramatizar: ¿es posible negar que después de meses de «indignación popular», muchos de los acusados, aun sin motivo, han sido ya condenados en la opinión pública? ¿Puede un tribunal emitir libremente y sin presiones un veredicto de inocencia, sin enfrentar el desprecio y la ira popular? Y cuando, como siempre ocurre, y se separe la mucha paja del poco trigo, ¿quién responde por los daños causados al sistema político, a la dignidad de las personas y, en definitiva, a la democracia?

Yo no pido silencio, pido respeto. Que se juzgue y se condene, por la justicia y/o por la política; pero que se respete, en ambos casos, la presunción de inocencia, la dignidad de las personas y su derecho a defenderse ante los Tribunales y ante sus pares.

Una democracia como la nuestra no puede vivir alimentándose cada cierto tiempo de escándalos, que a la postre terminan con muchos más heridos que condenados. Parece que se olvidaron lecciones recientes, que dañaron instituciones y personas que luego resultaron ser completamente inocentes.

¿Cómo no recordar el escándalo de drogas en el Congreso en 1995, en que falsas acusaciones arruinaron carreras políticas? ¿Cómo olvidar el triste espectáculo, transmitido por televisión, de un grupo de parlamentarios haciendo fila con sus frascos de orina, en los laboratorios del Comité Olímpico? Todos decían que había pruebas y circulaban nombres. Nunca llegaron esas pruebas.

El clima de escándalo volvió en 2002, con el caso Coimas y el MOP-Gate. ¿Cuántos acusados fueron liberados de toda responsabilidad? ¿Quién le devuelve lo perdido al subsecretario de Transportes de la época, absuelto después de todo cargo por la Corte Suprema de Justicia? ¿Alguien le ofreció excusas por las humillaciones inferidas?

Y el peor de todos -porque en el ranking de crímenes deleznables, la pedofilia está en el número uno-, el caso Spiniak y las falsas acusaciones contra senadores, alcaldes y otras autoridades. Sus nombres en primeras planas durante meses, mientras el dedo acusador de la opinión pública les impedía salir de su casa. Y todo era mentira: Gemita Bueno, el padre Jolo, el menor L.Z., todo inventado por algún prestidigitador que nunca nadie pudo identificar. ¿Alguien pidió excusas a los políticos acusados falsamente?

Los casos Coimas y MOP Gate dieron lugar a las primeras leyes sobre financiamiento de la política, algo que también se ha logrado, de manera mucho más amplia, en la situación actual. Alguien, al menos, igual que ahora, propuso tratar los temas de manera constructiva, no para salir del paso y salvar el «sistema corrupto», como dijo ayer otro crítico, sino para fortalecer la democracia, la transparencia y el buen gobierno.

Todos estos casos parecen distintos del actual, y lo son. Pero en todos hay un elemento recurrente que se recalca con deleite: más allá del juicio válido contra personas, se busca enjuiciar en ellos a «la clase política». No es por pura erudición que el rector Peña nos recuerda a Gaetano Mosca, aunque dice que el término es puramente descriptivo. Al contrario, Mosca, Pareto, Michels son algunos de los teóricos que proclaman la existencia de una clase burocrática que busca y obtiene preeminencia y se va haciendo cada vez más autónoma y más desapegada de la sociedad que la genera. Es esa visión reduccionista de la política, como una competencia de élites desapegadas, lo que permite justificar la conducta de algunos de nuestros críticos. Destruir a la «moribunda» clase política, para recuperar la «verdadera» democracia. Claro que se olvida que, en la teoría elitista, esa clase nunca muere, sino que es sucedida por otra que hereda sus prácticas y costumbres.

Creo que ellos son los que están equivocados, cuando siguen buscando debajo de las piedras para encontrar más políticos corruptos. Con todas sus limitaciones, la política chilena no es corrupta, y los que se dedican a ella entraron a esta profesión para servir y no para servirse. La mayoría concibe la política como un servicio público.

El ambiente que se ha creado en los últimos doce meses en este país es el más nocivo que recuerdo en mi vida política, con la obvia salvedad del período anterior al golpe militar de 1973. Es tiempo de reflexionar sobre cómo cambiar de rumbo. Y creo que muchos comunicadores, cuya libertad de expresión respeto plenamente, deberían jugar un papel más constructivo.

Link: http://goo.gl/7Jm7pt

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