¿SERÁ UNA buena idea que una comunidad declare solemnemente, en su Constitución Política, que todos y cada uno de sus miembros puede, por el solo hecho de ser persona, reclamar de la sociedad y el Estado que sus necesidades básicas en materia de alimentación, salud, vivienda, seguridad social y educación sean consideradas como derechos fundamentales y no como simples intereses? Yo pienso que sí.
¿Será conveniente que la Carta Fundamental entregue a los jueces la facultad de definir autónomamente el contenido preciso, la forma y oportunidad, de las prestaciones que tienen derecho las personas en los campos de alimentación, salud, vivienda, seguridad social y educación? Yo creo que no.
Estas líneas ensayan, entonces, una defensa de los derechos sociales que entiende que la determinación precisa de la naturaleza y cuantía de los programas sociales es una tarea que, en lo fundamental, debe ser asumida por las y los legisladores (pues: a) allí radica la representación democrática de la ciudadanía, b) allí se puede producir deliberación transparente y responsable y c) allí la autoridad fiscal puede hacer presentes las restricciones presupuestarias).
La compatibilización que sustentamos no se logra por la vía de licuar el concepto de derecho fundamental hasta transformarlo en mera declaración lírica. En mi visión, el que un determinado bien o interés sea asumido constitucionalmente como derecho fundamental, además de las implicancias políticas que ello irroga, debe acarrear también efectos jurídicos.
Cuando decimos que alguien tiene un derecho fundamental a algo, no estamos diciendo que esa persona tiene garantizada para siempre, y a todo evento, la intangibilidad de una posición ventajosa. Lo que estamos diciendo es que cualquier discusión que queramos hacer, como sociedad, sobre los límites a esa situación provechosa y sobre las restricciones que podría sufrir, se harán desde una lógica que trascienda los cálculos utilitarios o la rentabilidad social. Dicho de otra manera, cuando debatamos sobre la posibilidad de que la policía intercepte nuestras comunicaciones privadas, la facultad de alguna autoridad administrativa para quitarnos nuestras posesiones o una eventual reducción a la mitad de la pensión mínima que recibirán nuestros ancianos, no lo haremos de la misma manera que cuando nos encontremos discutiendo cuantos Estadios de futbol o estaciones de Metro habrán de construirse. En el caso de la libertad religiosa o el disponer de un techo y precisamente porque son -o deben ser- derechos fundamentales, la satisfacción del 99% no valida ni disculpa la vulneración del 1%.
En el aseguramiento de esa consideración debida a los derechos de cada uno -aunque, efectivamente, sea el derecho de solo uno-, los tribunales si pueden, y deben jugar un papel. No para reemplazar, desde el activismo, a los órganos representativos; sino que para revisar que las decisiones que se adopten hayan respetado los criterios de legalidad, transparencia, proporcionalidad, razonabilidad y congruencia a que debe sujetarse una política pública que roza los espacios básicos de dignidad de la persona.
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